“La violencia que el sistema necesita: la falsa paz del patriarcado institucional”

“La violencia que el sistema necesita: la falsa paz del patriarcado institucional”

En Andalucía, mientras el debate público se enciende por los fallos en el cribado del cáncer de mama, hay otra falla estructural —más silenciosa, más constante— que pocos parecen querer mirar: la del sistema que debería proteger a las mujeres de la violencia machista y, sin embargo, las somete a nuevas formas de desamparo. No se trata de un error puntual ni de una carencia administrativa, sino de una violencia institucional normalizada, que se disfraza de ayuda, pero reproduce la lógica del control. Casas de acogida donde se exige obediencia a cambio de techo, profesionales saturadas que no pueden acompañar con dignidad, madres que callan por miedo a ser expulsadas o a perder las pocas ayudas que tienen, niñas y niños que aprenden, desde esos espacios “seguros”, que sobrevivir consiste en no molestar.

Andalucía lidera, año tras año, las cifras de feminicidios en España. En 2023 fueron quince mujeres asesinadas; desde 2003, doscientas cincuenta y cuatro. Y sin embargo, los discursos institucionales insisten en hablar de avances, de presupuestos, de protocolos. Pero no hay política pública que repare una estructura que sigue considerando a las mujeres objetos de gestión y no sujetas de derecho.

El feminismo radical lo advirtió siempre: no bastan leyes si las leyes se administran desde el mismo orden patriarcal. El patriarcado no solo mata; también gestiona la supervivencia. Decide qué mujer merece ser protegida y cuál debe ser castigada por “no comportarse bien”. Premia la sumisión y castiga la rebeldía. Convierte el dolor en expediente, la necesidad en trámite, la dignidad en favor.

A todo esto se suma un rasgo particular del modelo andaluz: el poder religioso que impregna las políticas públicas. La inversión y el apoyo del Partido Popular a la Iglesia católica hacen que esta esté presente en prácticamente todos los ámbitos sociales, incluidos los servicios dirigidos a mujeres víctimas de violencia. Esa presencia no es neutral. Configura una mirada moral sobre el dolor femenino, donde el acompañamiento se confunde con la redención, y donde la obediencia se premia como virtud. Muchas asociaciones de mujeres, sostenidas o tuteladas por estructuras eclesiales, reproducen este modelo de salvación: mujeres “buenas”, agradecidas, que aceptan su destino con resignación.

Pero el feminismo no busca redención, busca justicia. Y no hay justicia posible en un sistema que sigue mezclando caridad con derechos.

Además, los datos oficiales sobre violencia machista son apenas la superficie visible del problema. Solo recogen los casos que encajan en la Ley de Violencia de Género de 2004, que excluye a todas las mujeres cuya agresión no proviene de una pareja o expareja. No existen registros públicos de las mujeres agredidas por familiares, amigos o desconocidos; de las migrantes sin papeles que no denuncian; de las que desaparecen del sistema por miedo o desconfianza. Las cifras oficiales, por tanto, no miden la magnitud del dolor, sino la capacidad del Estado para reconocerlo.

Lo que ocurre en Andalucía no es un caso aislado: es el espejo de un Estado que ha convertido la violencia machista en una categoría estadística, mientras las vidas concretas se desgastan en el laberinto de los servicios públicos. Las casas de acogida se anuncian como refugio, pero a menudo se convierten en espacios disciplinarios donde se aprende que la libertad es condicional. Se tramitan presupuestos, pero no se garantiza afecto, ni autonomía, ni reparación real. Las mujeres no necesitan vigilancia: necesitan poder. Y el poder no se concede, se construye colectivamente.

Mientras tanto, el discurso institucional sigue hablando de “igualdad” en términos de gestión. Pero la igualdad no se decreta, se conquista. Y esa conquista pasa por señalar los mecanismos de violencia que el propio Estado sostiene: los recortes, la privatización encubierta de los servicios, la burocracia que desespera y expulsa, el paternalismo que reemplaza la solidaridad por obediencia.

Porque cuando una mujer huye de su agresor y termina atrapada en una estructura que la vuelve a silenciar, el sistema ha vuelto a cumplir su función: mantenerla viva, pero controlada. Ese es el rostro más perverso de la violencia institucional, y también el más invisibilizado.

El feminismo radical no calla ante eso. No porque busque confrontación, sino porque sabe que la verdadera paz no existe mientras haya mujeres sometidas al miedo, a la pobreza y a la sumisión. La barbarie no está fuera: está en cada política que prioriza la norma sobre el cuidado, la imagen sobre la vida.

Es hora de exigir no solo recursos, sino transformación. No solo refugios, sino justicia. No solo atención, sino respeto. Porque la violencia que el sistema ejerce contra las mujeres no es un accidente: es su modo de sostenerse. Y señalar no es extremismo: es supervivencia.

By: Mayca Romero Sánchez de la Campa

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