Cuando el poder se protege a sí mismo

“La violencia que el sistema necesita: la falsa paz del patriarcado institucional”

El Vaticano ha abierto una investigación por presuntos abusos sexuales a un menor contra Rafael Zornoza Boy, obispo de Cádiz y Ceuta. Los hechos se sitúan en los años noventa, cuando era sacerdote y rector del seminario de Getafe. Es la primera vez que en España se conoce una investigación canónica abierta contra un obispo en activo por pederastia.

El caso se ha hecho público décadas después y, según informan varios medios nacionales, la Iglesia conocía la denuncia desde el verano. Durante ese tiempo, Zornoza mantuvo su agenda pastoral, incluso en actos con jóvenes. No fue hasta que la prensa lo destapó cuando se anunció la suspensión temporal de su agenda, alegando también motivos médicos.

Más allá del procedimiento judicial —que será el Vaticano quien resuelva—, lo que importa aquí es el patrón que se repite: una institución que ante el abuso se encierra, se protege, se investiga a sí misma. Una Iglesia que, cuando el acusado es un hombre con poder, aplica siempre la misma fórmula: el silencio, la espera, la justificación.

Desde Cádiz, la noticia tiene un eco especial. Zornoza llegó a esta diócesis en 2011, y su paso ha dejado una huella más temida que admirada. Muchos lo conocen por su carácter autoritario y su forma de entender el poder eclesial: ha desahuciado a familias, ha cerrado espacios comunitarios y ha gestionado la diócesis como si fuera una empresa privada, más preocupado por el patrimonio que por el pueblo. En una tierra donde la pobreza es estructural y la fe se mezcla con la supervivencia, ese estilo no solo ha generado rechazo, sino también dolor.

Porque aquí la Iglesia tiene un peso inmenso. No solo en lo religioso, sino en lo simbólico, lo cultural y lo político. En Cádiz, las cofradías, los colegios concertados, las entidades caritativas y las tradiciones festivas giran alrededor de la autoridad eclesial. Ser cristiana no es lo mismo que tener poder dentro de la Iglesia, y esa distinción es fundamental: las mujeres que sostienen parroquias, cocinas solidarias o catequesis saben perfectamente que su fe no las protege de la desigualdad.

Y para las ateas, para las que no cabemos en ese marco de obediencia, el margen es todavía más estrecho. Porque en Cádiz —como en tantos otros lugares— la voz de la Iglesia sigue ocupando el espacio público: en las fiestas, en los medios, en las decisiones institucionales. Y cuando el poder eclesial se entrelaza con el político, lo que se pierde no es solo neutralidad: se pierden derechos.

Por eso este caso no puede leerse sólo como la historia de un obispo. Es la muestra de un sistema que se blinda, que protege su jerarquía mientras ignora las consecuencias sociales de sus actos.
El feminismo radical lo explica con claridad: no se trata de una manzana podrida, sino de un árbol cuyas raíces son patriarcales y jerárquicas.

Una estructura donde el abuso —de poder, de conciencia o de cuerpo— se perpetúa porque no se cuestiona.

Y mientras tanto, las mujeres, las laicas, las educadoras, seguimos empujando desde los márgenes.
En una ciudad donde la Iglesia sigue marcando el ritmo, resistir es también recordar que la espiritualidad no necesita obediencia, que la fe no puede justificar el poder y que la libertad de conciencia también es un derecho humano.

El obispo Zornoza podrá ser investigado o no, probablemente culpable, pero la Iglesia que lo protege sigue intacta.
Y esa es la verdadera herida: que el poder religioso aún impone su ley en la vida civil, mientras las voces que lo cuestionan —las feministas, las abolicionistas, las ateas, las creyentes críticas— seguimos siendo tratadas como una molestia menor.

La pregunta no es solo qué hará Roma con Zornoza, sino qué hará Cádiz consigo misma: con sus instituciones, sus silencios y sus complicidades.
Because cuando el poder se protege a sí mismo, la justicia nunca llega.
Y escribir, una vez más, también es resistir.

Por Mayca Romero Sánchez de la Campa

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