La muerte de José Mujica reabre una vieja herida del feminismo: la de los hombres progresistas que luchan contra el capitalismo, pero se resisten a cuestionar el patriarcado.
Durante décadas, muchas mujeres hemos luchado codo a codo con hombres en movimientos obreros, antirracistas, estudiantiles, sindicales, anticoloniales. Pensábamos que compartíamos trincheras, que los enemigos eran los mismos. Pero el tiempo, las palabras, y sobre todo los hechos, nos enseñaron otra cosa: que incluso los más combativos con el capital o el Estado no siempre se bajan del pedestal patriarcal.
La muerte reciente de José Mujica ha vuelto a abrir ese debate. Exguerrillero, presidente austero, símbolo de honestidad política. Pero también alguien que, cuando se le preguntaba por feminismo, respondía con desdén: que si “las mujeres complican todo”, que si “quieren derechos, pero no responsabilidades”. ¿Cómo encaja este desprecio con su imagen de luchador por la justicia?
La respuesta es incómoda, pero evidente: la lucha de clases no es garantía de conciencia feminista. A lo largo de la historia, nombres intocables de la izquierda —Karl Marx, Che Guevara, Malcolm X, Jean-Paul Sartre— mostraron, en lo personal o lo político, una incapacidad profunda para reconocer la opresión específica de las mujeres. Muchas veces, las feministas eran sus parejas, hijas o camaradas invisibles, relegadas al segundo plano o tratadas como asistentes emocionales.
Simone de Beauvoir lo denunció ya en los años 50: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los oprimidos.” Y Alexandra Kollontai, desde dentro del marxismo, advirtió que “incluso el más consciente de los camaradas trata a su compañera como a una cocinera”.
Hoy, esta herida sigue abierta. Nos siguen vendiendo al “hombre deconstruido” como aliado, pero muchas veces se trata solo de un nuevo disfraz: aquel que habla de feminismo, pero no escucha, que comparte memes igualitarios, pero no carga con la crianza, que va a la mani pero sigue colonizando espacios, afectos y cuerpos. Y cuando una feminista radical señala esto, se la tacha de exagerada, amargada o “poco pedagógica”.
Por eso muchas hablamos de separatismo político. No como un dogma, sino como una respuesta lúcida a una historia de traiciones. Separarnos es una forma de recuperar el foco, de construir espacios donde no tengamos que estar justificándonos, explicando, cuidando o traduciendo nuestra rabia. Separarnos no significa odiar a los hombres, sino dejar de poner en ellos la esperanza del cambio.
Sabemos que no todas pueden o quieren cortar vínculos personales o afectivos con varones. Pero eso no quita que el pensamiento crítico y la alerta feminista sean imprescindibles, también en lo íntimo. Porque muchas siguen confiando, cediendo, educando, esperando… y recibiendo, una vez más, el golpe.
Hoy más que nunca, cuando la reacción antifeminista avanza, necesitamos feminismo sin romanticismos. Sin pedir perdón por incomodar. Sin idealizar alianzas con quienes nunca renunciaron al privilegio de dominarnos.
Ya no queremos ser las “compañeras de lucha” de nadie. Queremos ser sujetas políticas completas, autónomas, capaces de poner límites, prioridades y estrategias sin depender de si ellos lo entienden o lo aprueban. No se trata de excluir por excluir. Se trata de, por fin, dejar de mendigar respeto y espacio.
Las mujeres no fallamos a la izquierda. La izquierda nos falló a nosotras.